No eran los bares, eran los papás los que no controlaban la posible propagación del virus en el parque infantil precintado
Los taberneros tienen razón cuando denuncian conductas en la vía pública o en los domicilios que disparan los contagios mucho más que en un bar donde la exposición al público y el sometimiento a unas reglas son más fáciles de fiscalizar. Vale que cuanto menores son el movimiento y la actividad, menor es el riesgo de que el virus haga sus efectos. El otro día comprobamos cuanto ocurrió en la Plaza de la Alfalfa a partir de las seis de la tarde, en cuantito los establecimientos echaron el candado. Los papás (y las mamás) se trasladaron al entorno del parquecito infantil que estaba precintado por riesgo de contagio del
Covid, tal como reza el cartelito. De nada sirvió la advertencia. Los progenitores, ya de pie, apuraban sus tertulias mientras los niños jugaban, se mezclaban, saltaban, se juntaban y se tiraban de las atracciones sin la más mínima reprimenda de los responsabilísimos papás, que estarían bajo los efectos de la pusilanimidad imperante entre los progenitores de hoy, de algún destilado, o de ambos efectos. Quién sabe. El problema de esta sociedad a la que le ha tocado una pandemia radica en buena medida en la carencia de una virtud que, a fuerza de manipulaciones, ha perdido el prestigio que otrora tuvo: la disciplina.
Los tontucios que vivaqueaban por la Plaza de la Alfalfa mientras sus hijos jugaban en un terreno prohibido a riesgo de propagar el virus, eran incapaces de llamar al orden a nadie porque sencillamente no eran ni conscientes del riesgo que estaban corriendo ellos mismos. El espectáculo era descorazonador. No se trataba de una botellona organizada por adolescentes o universitarios. De ninguna manera. Eran niños de entre cuatro y diez años con padres con suficientes años cotizados como para ser conscientes de que vivimos en un país con más de 70.000 muertos y con un mundo en jaque por un virus porque las vacunas llegan a cuentagotas. Nada más importante que apurar el cubata, terminar la charla, que los chicos “se desahoguen” porque los pisos son muy pequeños y, ya si eso, que transporten el virus a casa y quién sabe si a los abuelos o allegados. Y el argumento comodín es el de siempre: “No están haciendo nada malo, son niños”. Claro que no. Los impresentables son los papás, los adultos, los que deberían ser responsables. Más le vale al Ayuntamiento cegar esta atracción, como hacía en Semana Santa, antes que permitir estas conductas temerarias todos los días de la semana, aumentadas los viernes y sábados por la tarde. Y lo peor es que como suele ocurrir, no será un problema de esta plaza, sino de muchas otras de la ciudad. La esperanza es que de todo esto surja una generación más dura. Y con bastante más disciplina.
Fuente: Diario de Sevilla